Escucha a Álex Ramírez-Arballo leer su poesía, dale al play
Toda la noche queriendo volver, hacerme en lo que he sido y creo; mi corazón no parece estarse quieto, merezco recobrar la clave imposible. Eso ambiciono en esta hora plomiza con sabor amargo de ciudad bajo la lluvia; saber desde mí lo que me cuenta el ave cruel de la memoria: fui alguna vez a la mitad del mundo, rodeado por sordos soles faraónicos y ese rumor de los molinos del tiempo. Alguien marcó mi frente con cruces de saliva y de ceniza: mi madre me dijo un día que la tierra tembló cuando nací, que el cielo se cubrió de nubes púrpura y el mar, como furioso lobo encadenado, se mordía a sí mismo en sus orillas. “Ha nacido un hombre”, dijo el médico alzándome con ese gesto antiguo, sujetándome por los pies mientras mi carne se llenaba con el aire de un invierno que moría. Luego nada, la misma obligación de ser como los otros, desnudo a veces, desesperado siempre por la luz repentina de un azoro niño en cada cosa: el mundo hablaba el lenguaje dulce de los ojos. Todo era lo mismo y todo, partido por quién sabe qué maléficas catástrofes, devino en separadas piezas de una misma madre. Los árboles tienen brazos y en el alma de los hombres florecen selvas de ruinosa cautela. Los caminos bajan hacia los valles y en ellos los viajeros se vuelven palabra y movimiento. El mundo escucha y aprende también, nos ve con los ojos del agua y nos toca el cabello con la mano abstracta de sus vientos: nos lee la vida mientras nosotros —y yo el primero— caemos en la cuenta de ser lo mismo que la roca maestra o el álgebra de cristales circunspectos. Somos la linfa verbal de la materia. Entonces fue que el olvido escupió en mis ojos. Hube de hacerme en la ordinaria sustancia del polvo y las semanas, hacerme en la historia con que lavan los días el dorado hollín de las palabras. Fui por primera vez el hombre de limo que a tientas busca la fuente de una estirpe imaginaria: fue en vano. Tuve que esperar la ruina de mi mismo, caer de a poco en la conciencia separada, en esa falsificación humana de creer que uno es uno por la muerte que le espera. Fui el mendigo en la ciudad de los sordos, fui el hambre y la fe dolorosa en la fortuna, fui el campanero tañendo en la víspera un llamado a la íntima celebración de la tristeza, fui el cabo acosado por las sombras, fui el pájaro arrancado de sus alas. Entonces sucedió el relámpago, una cosa simple, un nervio de raíces luminosas como un grito cósmico y eléctrico, un disparo blanco de fuego: y lo vi todo de nuevo. A mis pies el abismo de un pozo seco ya sin ecos. Si hay un lugar para cada cosa, mi lugar es esta página inacabada en la que vuelvo. Soy de nuevo la carne pequeña entre la sangre de unos brazos abiertos y unos pechos sagrados a precio de la luz que llevo a ellos. Bebo en esa luz ahora, bebo de mí y de ella, me nutro en la certeza de saberme por hoy el hijo que llama a las puertas de su reino. Escucho, contengo la respiración, alguien ahora me está pensando sin saberlo.